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Antonio Machado |
Yo, para todo viaje
—siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera—,
voy ligero de equipaje.
Es evidente: el equipaje significa el pasado, las seguridades, el apego, el poseer, el tener. Y todo eso, en uno u otro grado, es imprescindible —los poetas son sabios, no ingenuos—, pero conviene ponerle freno. Machado sabe que no nos podemos mover sin equipaje, pero nos invita a hacerlo, como mínimo, ligeros de equipaje. Lo dice de nuevo cuando, en «Retrato», anticipa lúcidamente —¡y proféticamente!— su último periplo:
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Fijémonos: ligero de equipaje y casi desnudo, solo casi, no completamente desnudo. El ser humano, siempre in statu viae —como nos recuerda otro sabio, Lluís Duch—, no alcanzará nunca el término del camino: nunca viviremos suficientemente desprendidos, desapegados, libres, desnudos. Pero intentaremos acercarnos a ello. Es todo lo que nos ha sido dado: la capacidad de acercarnos a la perfección, pero no la de alcanzarla. Y acercanos a esa perfección —y vuelvo a Machado, al Machado más conocido, pero no por ello más seguido— sin caminos trazados, porque no hay caminos trazados:
Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.
¡Que les sea conservada a los poetas la capacidad de empalabrar el mundo!
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