viernes, 27 de septiembre de 2013

Meditar con Machado

Antonio Machado
Los poetas son siempre excelentes compañeros de viaje. También de los viajes del alma —los únicos viajes que importan de verdad. Antonio Machado es sin duda uno de los grandes pensadores sobre el viaje —la vida como viaje, como camino sin camino— que han dado las letras hispánicas. Machado sabe que hay que viajar «ligero de equipaje»:

Yo, para todo viaje
—siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera—,
voy ligero de equipaje.

Es evidente: el equipaje significa el pasado, las seguridades, el apego, el poseer, el tener. Y todo eso, en uno u otro grado, es imprescindible —los poetas son sabios, no ingenuos—, pero conviene ponerle freno. Machado sabe que no nos podemos mover sin equipaje, pero nos invita a hacerlo, como mínimo, ligeros de equipaje. Lo dice de nuevo cuando, en «Retrato», anticipa lúcidamente —¡y proféticamente!— su último periplo:

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

Fijémonos: ligero de equipaje y casi desnudo, solo casi, no completamente desnudo. El ser humano, siempre in statu viae —como nos recuerda otro sabio, Lluís Duch—, no alcanzará nunca el término del camino: nunca viviremos suficientemente desprendidos, desapegados, libres, desnudos. Pero intentaremos acercarnos a ello. Es todo lo que nos ha sido dado: la capacidad de acercarnos a la perfección, pero no la de alcanzarla. Y acercanos a esa perfección —y vuelvo a Machado, al Machado más conocido, pero no por ello más seguido— sin caminos trazados, porque no hay caminos trazados:

Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.

¡Que les sea conservada a los poetas la capacidad de empalabrar el mundo!

Dos días en Roma

Marco Tosatti, Marco Carroggio, Gian Maria Vian, Arturo San Agustín, Ignasi Moreta y Eduardo Gutiérrez Sáenz de Buruaga, en el Instituto Cervantes de Roma


El lunes y martes pasado los pasé en Roma con Arturo San Agustín, magnífico compañero de paseos y divagaciones, conversador infatigable y Virgilio excepcional para adentrarse en los círculos romanos y vaticanos.

El pretexto del viaje: la presentación el lunes, en el Instituto Cervantes de Roma, del libro De Benedicto a Francisco. Una crónica vaticana, con una mesa redonda de lujo. Presidió el acto el embajador de España ante la Santa Sede, Eduardo Gutiérrez Sáenz de Buruaga. Moderó el director del Instituto Cervantes de Roma, Sergi Rodríguez. Y hablaron, además del autor y de este humilde editor, Gian M. Vian, director de L'Osservatore Romano, Marco Tosatti, vaticanista de La Stampa, y Marco Carroggio, profesor de la Università dela Santa Croce (e hijo y hermano de los editores Carroggio). Los corresponsales de El Periódico, El País, La Razón, Europa Press, Vida Nueva y Antena 3 no se quisieron perder la presentación de la crónica escrita por un colega. La sala se quedó pequeña. Más de uno habló del interés que tendría traducir el libro al italiano. El acto fue muy agradable y se prolongó en una cena romana para recordar. Al día siguiente, Vian tuvo la amabilidad de llevarnos a los Museos Vaticanos, donde Sandro Barbagallo, historiador de arte y responsable de las colecciones históricas de los Museos, nos mostró las mejores obras con la amenidad e inteligencia propias de los grandes eruditos. Un lujo.

Estos dos días tuvimos tiempo todavía de visitar a dos ilustres catalanes en Roma: Manel Nin y Miquel Delgado. Nin es monje de Montserrat, archimandrita y rector del Pontificio Collegio Greco. Habla con una dicción muy cuidada, muy limpia, agradabilísima. Una voz radiofónica, como se dice hoy. El interlocutor de Nin percibe enseguida, con una primera conversación, que habla con un hombre de Dios. Miquel Delgado es un sacerdote del Opus Dei con cargo en la Curia romana: es subsecretario del Pontificio Consejo para los Laicos, el organismo que se ocupa, entre otras mil cosas, de animar las Jornadas Mundiales de la Juventud. Amabilísimo y cordial, tuvo la paciencia de escuchar estoicamente más de una y más de dos (im)pertinencias mías sobre el fanatismo de algunos laicos católicos. Nos invitó a comer en un restaurante del Trastevere. Después, subimos a tomar un café en el comedor del dicasterio. "Así podréis decir que habéis tomado un café en un dicasterio vaticano", nos dijo, irónicamente. Y el café lo tomamos, efectivamente, en el austero comedor destinado a los responsables y trabajadores del dicasterio: muebles de formica, una mesa cubierta con un hule, un microondas y una vieja máquina de café, unas sillas de plástico... El lujo de los palacios de la Curia romana.

Iba a Roma a trabajar, y ciertamente trabajé. Aparte de la presentación en el Cervantes, visité varias librerías de Roma. Las que están abiertas al libro en español tendrán, a partir de ahora, libros de Fragmenta. En una de ellas ya había algunos, gracias a la labor de un cliente nuestro exportador.

En definitiva: dos días densos, intensos, aprovechados. Lo repito una vez más: un lujo.

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